Andamos necesitados de sentido. Mucho. Tanto que algunas dimensiones de la vida se terminan convirtiendo en mucho más de lo que en realidad son. Ahí tenemos el fútbol. Moviliza personas, pertenencias, fidelidades y odios. Tiene sus catedrales –los grandes estadios– y sus pequeñas capillas –cualquier bar o sala de estar donde un enorme televisor de plasma retransmita los partidos–. Tiene sus símbolos; un pin, un escudo, y colores litúrgicos que se inscriben en camisetas, gorras y bufandas. Sus himnos se cantan con reverencia, devoción y a veces lágrimas. Tiene su gloria (la Champions) y su infierno (el descenso, la derrota). Tiene su santoral propio, y un buen panteón de divinidades. Messi fue dios una temporada; Maradona lo había sido antes que él. Otros vendrán. Guardiola y Mourinho tuvieron su culto. Luego el “Cholismo” fue la corriente ortodoxa, y su “partido a partido” se convirtió en dogma. Salirse de eso era herejía, al menos mientras no llegaron las derrotas. Hoy Zidane puede terminar la temporada como arcángel Zinedine o como ángel caído. El gran acto de culto se celebra en los estadios. Pero hay otros rituales: el sorteo de un torneo, las periódicas entregas de premios que encumbran a unos y desplazan a otros. Las celebraciones en fuentes de las ciudades acostumbradas a ganar. El mundo se prepara ahora para la liturgia suprema, en Rusia, en menos de un mes. Una serie de instituciones velan por el conjunto de este culto. Se llaman FIFA, UEFA, y a su frente están los sumos sacerdotes. Hoy un desconocido Aleksander Céferin ha reemplazado a Platini, Blatter, o Angel María Villar, gurús que ocupan palcos, dan ruedas de prensa y pontifican sobre el planeta fútbol. Y luego, infinidad de creyentes, unidos a su equipo por lazos invisibles, pero tan sólidos como unos votos. Fieles que viven con tal intensidad la pertenencia que el fútbol les lleva a las lágrimas o al éxtasis.
 
 Andamos necesitados de sentido, claro que sí. De pertenencia. De horizonte y destino. De solidez. Y está bien tener aficiones en la vida. Y quien dice fútbol podría hablar de música, cine, o el culto a uno mismo tan frecuente en nuestro mundo. Pero creo que, puestos a echar raíz en alguna tierra fecunda, no bastan esos sucedáneos. La pregunta religiosa por el más allá, por el sufrimiento, el amor, la vida, la muerte y la eternidad, por el bien y por el mal, por el principio de todo, por Dios... Esa pregunta sigue siendo infinitamente más audaz, más necesaria y más definitiva. Y lo triste es que, entrampados en mil batallas insuficientes, muchas personas no son jamás capaces de enfrentarse, con el vértigo de quien no sabe, a las auténticas cuestiones, esas en las que nos lo jugamos todo.