No “me avergüenzo de Europa”. Me explico. Creo que hay demasiadas generalizaciones en torno a la realidad de los refugiados. Así que la vergüenza quizás haya que concretarla un poquito más, para evitar la enésima traición a las víctimas. Porque aquí estamos un poco todos. Todos los que miramos para otro lado. O miramos en dirección a la frontera, pero así, a distancia, porque poco a poco nuestras protestas se han domesticado a golpe de retuit y vídeos compartidos.

Vergüenza por convertir a las personas en cuotas, o números, y luego hasta eso incumplirlo. Aunque, seamos sinceros, si llega el momento, si se abren las puertas, si se facilita el éxodo de quienes huyen de las plagas de la guerra, ¿cuánta gente estará dispuesta a que eso implique renuncias reales y efectivas en sus condiciones de vida?

Vergüenza porque se nos llena la boca señalando hacia la Norteamérica profunda y mirando, con pasmo, el éxito mediático de un energúmeno como Donald Trump, que habla de levantar un muro infranqueable. Pero, ¿no es en el fondo lo mismo que está en juego en nuestro continente, solo que con dinero hacia Turquía en lugar de con ladrillos? Al menos habrá que reconocerle a Trump menos hipocresía.

Vergüenza por la cantidad de solidarios de pulsera que convierten la crisis de los refugiados en la enésima excusa para explicar por qué los otros son malos y ellos son buenos, y enarbolan, abanderan, y adulteran la causa para hacer de ella política al servicio de sus intereses y no al servicio del interés de las víctimas.

Vergüenza porque caigo –como tantos– en lo que podría definirse como síndrome de Aylan, que vendría a ser el estallido emocional ante una imagen poderosa y el olvido posterior cuando el tiempo se lleva las urgencias.

Vergüenza porque, como muchos otros, solo critico. Pero, ¿dónde están mis propuestas? 

Al menos secundemos a quien las hace.