-“Mamá, Dios no es Dios”

- “¿Por qué hija?”

-“Porque le pido que me convierta en caballo y no lo hace. ¡Mira!” dice Ester, de cuatro años, cerrando fuertemente los ojos y esperando, al abrirlos, ser su animal preferido (y a la vez, en una espera inconsciente, ser satisfecha por ese Dios que le han dicho que todo lo puede). Y al día siguiente, me decía su madre, intentaba lo mismo pero con un león, aumentando su enfado y su decepción…

La cuestión es cómo hablamos de Dios, cómo les enseñamos a nuestros pequeños a hablarle y, por ende, cómo es nuestra forma de relacionarnos con Él. ¿En qué Dios creo yo? ¿En un Dios que tiene que resolverme el problema cada vez que aparece? Sé que no, pero caigo una y otra vez, cuando me veo envuelta, formulando dame esto o aquello… ¿En qué Dios creo entonces? ¿En un Dios que hace que las situaciones incómodas se esfumen por arte de magia? ¡Por supuesto que tampoco! Pero ahí estoy sorprendiéndome de nuevo deseando que convierta la varita en flor o que saque de la chistera el conejo de la suerte… Que con la cabeza lo sé pero… ahí estoy. Pobre Dios…

Y Antonio, que escuchaba atento a la conversación resolvió:

-“Dile que Dios no le convertirá en caballo, pero sí puede darle fortaleza, ni le convertirá en león, pero sí puede darle su valentía…”

Y Dios sonrió.