Antes de que la vida le haya dado tiempo para aceptarlo, ella recoge con tranquilidad sus maletas. Nunca pensó que algo semejante podría ocurrirle a ella, una mujer trabajadora y con gran fe, que nunca dudaba de la presencia de Dios. Nunca hasta ahora, cuando empieza a no entender aquello de hágase tu voluntad. ¿Qué voluntad podría ser aquella, que dejaba a su familia en la calle? Las dudas nunca habían tenido más sentido que en estos días, en los que ni las palabras de su madre podían librarle de su angustia. Ella aún no es consciente, pero en esas dudas y en esas palabras aparecen destellos de la luz que desprende el sepulcro vacío. Vacío como la casa que ahora tiene que abandonar.Ha descolgado de sus paredes las tallas de la cruz desnuda que solía ayudarle a afrontar las dificultades del día a día. Esa cruz que lleva ahora a cuestas en forma de maleta cerrada. Contempla a su madre, nerviosa tras la espalda de un policía, que extiende sus brazos desde lejos. Se le inundan las pupilas y comprende. Dios mío, no nos has abandonado, piensa, a pesar de que le invade el miedo a mirar hacia atrás y descubrir que está a punto de perderlo todo. Bueno, casi todo, porque hay algo que nunca podrá perder. En el brillo de los ojos de sus pequeños aparece alguien que le da la mano. Que le ayuda a cargar con su nueva cruz. Y que le inspira una verdad profunda que escucha cada domingo, pero que nunca había llegado a entender. Apareces.