Tal vez por estar de vacaciones, con el ocio por bandera y la cabeza saboteada por la televisión basura, mis neuronas se han rebelado y me han hecho analizar una constante en nuestras vidas.

No me daba cuenta la cantidad de mensajes que nos rodean invitando a la felicidad. No sé qué clase de felicidad, cada uno que la entienda en función a sus principios, porque no existe palabra más subjetiva. Desde la canción de la famosa Xuxa que el otro día decidieron ponernos en una discoteca a las 3 de la mañana («ser feliz no está de más ilari lari lari eh...»), hasta los anuncios constantes que, para persuadir al comprador, presentan a niños felices, conductores felices y barrigas felices gracias al bífidus (que de toda la vida han estado felices con cociditos y cañitas). Desde las películas americanas hasta yo misma hace poco, porque me gusta asegurarme de que las personas que me rodean son felices.

Ser felices parece una obviedad pero que a veces se nos escapa. Tal vez esa felicidad sea el fin último de cada uno de nuestros planes. Tal vez no podemos ser los más guapos, ni tampoco los más millonetis (ni siquiera un poquito). Tal vez con muy poco baste. Pero habremos de ser muy felices.

Eso sí, ¿en qué consiste dicha felicidad? No lo sé. Depende tanto de cada uno y es tan poco criticable que se me escapa entre los dedos. Pero es curioso porque, aun así, dejamos que pase el tiempo, buscando momentos cargados de algo que concebimos como felicidad y siempre se queda a medio camino. Y nos preocupamos tanto por ser felices que nos olvidamos muchas veces que lo estamos siendo de verdad.