Nacido en el seno de una familia holandesa de profundas raíces católicas, Henri Nouwen (1932-1996) parecía destinado al sacerdocio desde su infancia. Entre los seis y los ocho años, uno de sus juegos preferidos era «decir misa» a sus hermanos. Y para ello preparaba el altar, las vestiduras, y hasta pan y agua para la comunión. En efecto, en 1957 fue ordenado sacerdote católico de la archidiócesis de Utrecht, Holanda. Pero su personalidad inquieta, extraordinariamente rica y carismática, lo llevó a los Estados Unidos, donde se doctoró en psicología y fue profesor (durante casi veinte años) en la Clínica Menninger de Topeka, Kansas, y en las Universidades de Notre Dame, Yale y Harvard.

Durante toda su vida, Nouwen estuvo locamente enamorado de Jesús y la semilla de la fe creció en él y lo llevó por caminos insospechados: participó activamente en la lucha por el reconocimiento de los derechos civiles de la comunidad negra en los Estados Unidos, optó por vivir con los más pobres en varios países de Latinoamérica y, finalmente, abandonó la docencia universitaria para compartir la vida con personas con discapacidad mental en Daybreak, la comunidad de El Arca en Toronto (Canadá). Había contemplado hondamente la vida de Jesús y conocía muy bien lo que él definía como «El estilo desinteresado de Cristo», es decir, la movilidad descendente, tan diametralmente opuesta a la aspiración humana a los primeros puestos, al ascenso.

A Henri le gustaba decir que hay dos formas de vivir: «en la casa del miedo o en la casa del amor». Y continuamente invitaba a sus oyentes y lectores a trasladarse «de la casa del miedo a la casa del amor», como en esta homilía del 23 de agosto de 1992:

«En el corazón de mi fe se encuentra la convicción de que somos los hijos e hijas amados de Dios. […] Porque yo sé quién soy. Sé quien soy. Porque antes de que el Espíritu me empujara para ser tentado, vino sobre mí y dijo: “Tú eres mi Hijo amado. Tú eres mi Hijo amado. En ti me complazco”. Esto es lo que vosotros sois. Esto es lo que yo soy. Jesús oyó esta voz: “Tú eres mi amado. En ti me complazco”. […] Queridos amigos, si hay algo que quiero que oigáis es que lo que se dice de Jesús se dice también de vosotros. Tienes que oír que eres la hija amada o el hijo amado de Dios. Y tienes que oírlo no solo con la cabeza, sino con las entrañas, tienes que oírlo de forma que toda tu vida cambie radicalmente. Dice la Escritura: “Con amor eterno te amé. Tu nombre está escrito en la palma de mi mano desde la eternidad. Te modelé en lo profundo de la tierra y te entretejí en el vientre de tu madre. Te amo. Te abrazo. Tú eres mío, yo soy tuyo y tú me perteneces”. Tienes que oírlo, porque si puedes oír esta voz que te habla desde el principio de los tiempos y por toda la eternidad, entonces tu vida se convertirá cada vez más en la vida del amado, porque esto es lo que eres».