La tarde del mismo día del terrible atentado de Manchester -¿cómo se puede ser tan ruin como para poner una bomba donde había tantos jóvenes y niños?- repasé los distintos medios de comunicación para conocer lo que había pasado. Ya se había identificado al autor del atentado, y me chocó que en todos los medios españoles que visité (ABC, El Mundo, El País, el diario.es, el punt avui, La Vanguardia)  -en el titular o en letras grandes- informaban de la nacionalidad de los padres del terrorista, que resultaron ser refugiados libios. Por el contrario, en los medios internacionales más conocidos  (CNN, Le Monde, BBC, Al Jazeera) esta información aparecía mucho después sin tanta importancia. Cuando ayer se supo que el autor de la masacre tenía contactos en Siria y que su hermano también planeaba atentar, la misma cuestión volvió a la primera página para que quedara claro que eran libios, musulmanes, extraños. 

Tenemos una obsesión por demostrar que los terroristas son de fuera, aunque hayan nacido en nuestros barrios, hayan estudiado en nuestras escuelas o hayan tomado copas en nuestros bares. Necesitamos creer que los que hacen estas barbaridades no son “de los nuestros”. Necesitamos que sean de otra religión (preferiblemente musulmanes), de otra etnia (de piel más oscura a ser posible), con otros valores (como si en Occidente tuviéramos claros cuáles son los nuestros). Esos extraños son los que amenazan nuestro estilo de vida. Esta visión maniquea, de buenos y malos, es simple y ofrece soluciones fáciles. Las que nos ofrecen los nuevos “salvadores” como Trump, Le Pen, May y tantos otros: La mano dura con quien sea sospechoso de radical, recorte de derechos, amenazas a países del eje del mal… y la maquinaria de la guerra comienza a funcionar. Parece fácil, pero el final acaba siendo más violencia, más terror.

Es más difícil pensar -como sociedad- en por qué un joven de nuestro barrio necesita una ideología fundamentalista para dar sentido a su vida; o reflexionar -como personas de fe- sobre qué imágenes tan terribles de Dios están brotando en nuestras ciudades; o plantearnos -como educadores- qué valores no logramos trasmitir para que nuestra juventud opte por el odio y la violencia. Es más difícil, sí. Pero no podemos dejar de hacerlo.