Lo reconozco, soy de esos que empiezan a disfrutar y a valorar sólo lo extraordinario. Algo así como que me he ido acostumbrando a lo cotidiano, y si no hay algo que lo rompe, que sobresale, que despunta, parece que no soy capaz de percibir que Dios está detrás. Prometo que intento vivir consciente del paso y del hacer de Dios en mi vida, pero cuando reviso el día ya sólo me detengo en las cosas que apuntan a horizontes lejanos, como si las más cercanas ya no tuviesen valor.

No puedo seguir así, esto tiene que cambiar. Si no comienzo a buscar a Dios en lo cotidiano, me quedaré en una vida bastante pobre, una vida sin matices y sin más color que alguna chispa de brillo de vez en cuando en algunos eventos y personas. ¿Acaso no está Dios en todo? ¿Acaso no está tanto detrás de lo que brilla como de lo que parece apagado?

Este curso voy a prestar más atención en la bondad y bien que se esconden silenciosas huyendo de estrépitos y altavoces; voy a dar importancia a tanta gente que 'sólo' trabaja, 'sólo' estudia y piensa, que 'sólo' ama o trata de ser honesta… voy a disfrutar e tantos encuentros que nunca saldrán en los periódicos ni se harán virales ocupando tuits y muros de perfiles.

Presiento que aquí está una de las claves para huir de la amargura y avanzar hacia a felicidad: no dejarse llevar por lo que más ruido hace y ver cómo Dios está presente no sólo en lo que triunfa, sino también –y quizá con más fuerza– en lo que parece no destacar. Aquella sonrisa, aquel recién nacido, aquel tono de voz, aquella pareja abrazada, el trabajo o el pan de cada día…

Sé que los grandes golpes de alegría parecen hablarme más de Dios que la felicidad que se esconde detrás de las pequeñas cosas, y que es muy difícil saborear los pequeños gestos o detalles de amor y de belleza que me rodean cada día. Pero intuyo que esas cosas 'intrascendentes' y que ahora me pasan inadvertidas, son el mejor jugo de la vida humana, son las que sostienen el mundo, son las que –si empiezo a poner más atención– más me hablarán de Dios.