Ser libres no significa que el supermercado esté lleno para elegir lo que deseemos. Libertad, al menos para un cristiano, es ser libre para escoger lo que le haga vivir con más sentido, siendo más fraterno. Es libertad interior para escoger lo que más conduce a generar justicia y dignidad. Sin embargo, sabemos que muchas veces compramos de otra manera.

Es curioso como cierta inercia a la hora de consumir nos lleva a aceptar las condiciones más insospechadas: comisiones inaceptables, exigencia de tarjetas cuando el usuario no las pide para sacar dinero, llamadas al número personal para ofertar un cambio de compañía, el uso de tus datos propios por querer entrar en una red a relacionarte con otros… La locura ha llegado a ser tal que los técnicos que arreglan los problemas en los idolatrados móviles se llaman gurús. Y ya nadie puede vivir sin datos o wifi, sencillamente no es posible. Nuestra obediencia a las multinacionales es casi un voto solemne. Las exigencias exacerbadas que se observan en la cola de la Seguridad Social o en la sala de espera de un hospital público jamás serán vistas en la perfumada atención al cliente de unos grandes almacenes o en la oficina de un banco.

En cambio, consumir es una de las pocas armas que tenemos los ciudadanos. Podemos boicotear un producto o empresa si no estamos de acuerdo con sus actividades o principios. El lavado de imagen que las mismas compañías se hacen es multimillonario, pero hoy día sí sabemos algo de lo que ocurre a un viaje en avión de distancia de casa: un mar de plástico en medio del océano, unas minas de coltán sin regulación al amparo de mercenarios, unas fábricas sin condiciones dignas para sus trabajadores, intermediarios que se cobran más de lo que deben… Por ello, consumir es un acto de construcción de una sociedad concreta. Hagamos que merezca la pena.

Toma lo que necesites. Ni más ni menos. Escoge lo que es verdaderamente necesario. Atento a lo que eliges, tu criterio será el estilo de la sociedad del mañana.

(Imagen: «Consumismo»,  Jorge Murcia)