En tiempos de profunda agitación política y social, Colombia recibió un regalo auténtico para avanzar en la construcción de la Paz: el Papa Francisco nos visita. La alegría es incontenible y nos llena de esperanza, al tiempo que nos inquieta y nos desafía. Entonces, urge dar continuidad al mensaje que es para nosotros un regalo que nos impulsa al tiempo de Gracia que podremos vivir en la nueva historia. Ya no más víctimas, ya no más dolor e injusticias provenientes de los monstruos de la guerra. Nos clama desde adentro de la consciencia, la fuerza sencilla y humilde del Papa Francisco que desde nuestra tierra bañada de sangre hace un llamado a toda la humanidad, que se divide en guerras y fracturas humanas. ¿Cómo hacer que el mensaje dejado por el Santo Padre sea fecundo en todos nosotros?

Lo primero es abrirnos a la persona misma de Jesús que es fundamento, inspiración y guía de todos los gestos y palabras del Papa Francisco. Es decir, una oportunidad como esta visita tiene que ponernos cara a cara con El Maestro, ha de inflamar nuestro conocimiento y amor hondo por el modo de proceder de Jesús que sana y libera de toda muerte e injusticia. Francisco es un Pentecostés en nuestra Iglesia, pues de un modo extraordinario nos está descubriendo una serie de acciones que no son más que un grito con una orientación única: para ser creyentes coherentes que sean capaces de dar vida al mundo es ineludible estar conectados con Jesús. Ahora bien, ¿cómo nos conectamos con Él? San Ignacio de Loyola, maestro de la oración cristiana, nos da pistas al respecto: buscar y hallar a Dios en todas las cosas, amar desde las obras concretas, ayudar a reconciliar a los que están en conflicto, dialogar con el diferente sin buscar imponernos y vivir alegres sostenidos por la certeza de que su compañía nunca desaparece.

Segundo, urge vivir una cultura de paz en todas nuestras acciones. Quizás estemos asistiendo hoy día, como el mismo Papa lo ha declarado, una tercera guerra mundial. Esto no debe restarnos la paz pero sí nos deben poner en la audaz tensión de imaginar, crear y conservar una opción de vida que elija una verdadera cultura pacífica. En este sentido, no podemos menos que ponernos en movimiento de salir de nosotros mismos e ir al encuentro de todas las pobrezas que nos cuestionan nuestras zonas de confort. En consecuencia, para salir de nosotros mismos debemos impregnarnos de Jesús pues solo es posible abrazar a los otros desde la dignidad humana cuando nos domina un amor tal como el que Jesús tuvo por todos los que eran pequeños.

Tercero, Francisco está reformando más que las estructuras de la Iglesia Católica, está moviendo a la humanidad a poner sus ojos sobre los refugiados, los excluidos económicos, las desmesuras contra nuestra 'Casa común'. Así, a nosotros, creyentes o no creyentes, ha de decirnos 'algo', la singular figura del Papa. Si repasamos algunos de sus gestos más significativos, como la visita a Lampedusa, a orillas del Mediterráneo, donde miles de personas han muerto, o las visitas a la favela en Río de Janeiro, o las visitas frecuentes a las cárceles y hospitales. Colombia debe aprender a ir superando las ansias de poder que han teñido de corrupción el escenario público, guerras absurdas que han desmoronado comunidades enteras, injusticias estructurales que asesinan a niños y jóvenes absorbidos por la pobreza, desigualdad económica que excluye cada vez más a las personas más necesitadas y cuántas otras realidades que pareciera nos arrastran a una vorágine inevitable de desastres. Y digo que Colombia debe emprender este camino de conversión, pues nos incluimos todos en la responsabilidad de lo que está sucediendo. Somos todos los que haremos posible que Colombia sea un país que responda a los constantes llamados del sucesor de Pedro, el pescador. En el encuentro que sostuvimos los jesuitas con el Papa Francisco, pudimos ver a un hombre que habla desde su corazón, con la sencillez y alegría de quien es libre ante el poder y que no busca otra realidad más que abrazar a los heridos, bendecir a los niños, escuchar a quienes han sufrido el flagelo de la violencia o de la pobreza. Nuestro país sufre de una paradoja inconcebible: hay quienes creen que la salida para los problemas con los grupos al margen de la ley es necesariamente con más violencia: ¡el solo hecho de pensarlo y más aún hacerlo resulta demoniaco, totalmente antievangélico y contrario a lo que haría Jesús! Nunca será una solución humana la destrucción del victimario y, en lo más mínimo, el daño a las personas más desfavorecidas.

Por último, tengo vivo el recuerdo del P. Francisco De Roux, S.J., -jesuita colombiano comprometido con la paz- cuando hace cuatro años nos decía a los jesuitas: Colombia atraviesa una crisis espiritual y la vía para solucionar esta gran quiebra de la dignidad humana tiene que ser espiritual. Si seguimos la honda intuición dada por él nos daremos cuenta de que la visita del Papa Francisco, el gran reformador, será precisamente una ocasión para que más de uno de nosotros emprenda un serio proceso de reforma en su espiritualidad personal encaminada a la construcción de una Colombia en verdad pacífica. Por tal razón, los dejo con la imagen dada por el Sumo Pontífice al final del día en el que escuchó a las víctimas en la ciudad de Villavicencio: Dios perdona en mí. Sí, entonces, tenemos que abrirnos al silencio de la oración para dejar que sea Dios el que obre el perdón en nosotros. No puede ser de otra manera. Pues nuestra voluntad es débil y quizás sea lo más importante dar el primer paso, como lo dio San Pedro Claver cuando defendió hasta las últimas consecuencias a los esclavos afrodescendientes. Puso en riesgo toda su vida por aquellos que amo.

Quizás hoy podamos todos unirnos por la paz en el mundo, para que seamos capaces de decirle sí al perdón que solo dios nos da: Tomad Señor y Recibid, toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad. Todo mi haber y mi poseer, Vos me lo diste, a Vos, Señor lo torno. Todo es Vuestro, Disponed a toda vuestra voluntad. Dadme vuestro amor y gracia, que esta me basta. Amén (Ejercicios Espirituales de San Ignacio, 234).