A muchos ha sorprendido la noticia de que el Vaticano inauguraba la Athletica Vaticana, un equipo de atletismo con el que la Santa Sede empezará a competir por Italia. Algunas personas me preguntan por qué el Vaticano se mete en cosas deportivas si la religión nada tiene que ver con el deporte. Pero yo no estoy de acuerdo, creo que el deporte tiene un trasfondo espiritual muy fuerte que nos hace conectar con lo más profundo del ser humano, nuestra relación con Dios. Si tuviera que destacar algún aspecto de esta vinculación entre la espiritualidad y el deporte me centraría en tres cosas: Perseverancia, espíritu de equipo y alegría.

Cualquiera que haya hecho deporte se habrá encontrado en alguna ocasión con la posibilidad de crecer gracias al desarrollo de sus capacidades, de los dones recibidos por Dios, y sin embargo, habrá visto que también, tras un gran esfuerzo, los límites se han hecho presentes y, tras intentarlo una y otra vez, hay retos que son muy difíciles de alcanzar. El deporte se convierte por lo tanto en el mejor tamiz para filtrar los platónicos sueños que crecen entre nuestros ideales y la realidad que se presenta sin avisar y con perfume de verdad. Pero eso no quiere decir que haya que tirar la toalla y abandonar. La perseverancia es fuente de consolación, aunque no exime el sacrificio. Perseverar no es actuar desde la cabezonería o la sin razón. Perseverar es crecer sabiendo que somos criaturas necesitadas y reconocer con humildad, desde lo que somos, que podemos seguir adelante.

También en el deporte nos encontramos con una de las ramas espirituales más importantes que luchan contra la tendencia social más dura que vive nuestro tiempo. En el deporte encontramos el sentimiento de equipo y de comunidad que lucha frente al individualismo que aísla, enfría y distancia. Es la unidad en la diversidad. La complementariedad desde lo distinto. Incluso en los deportes aparentemente individuales muestran la necesidad de un grupo de personas que, desde lo oculto, transmiten confianza, conocimiento o ánimo, luchando contra la tentación del «Yo solo puedo», «No necesito a nadie», «Todo lo he conseguido yo». El espíritu de equipo hace salir del propio amor, querer e interés.

Finalmente, uno de los reflejos más bonitos que vemos en aquellos que practican deporte es la alegría. Entre el esfuerzo y el sufrimiento por querer dar lo mejor de uno mismo para no caer en la mediocridad, nos encontramos con una alegría interna que muestra la presencia de Dios en aquello que hacemos. La paz de saber que nuestra entrega nos hace mejores a nosotros y al resto, es síntoma de que Alguien habita en nosotros y nos empuja y anima a seguir caminando en ese esfuerzo contra las tentaciones egoístas, violentas o excluyentes.

Me alegra saber que el Vaticano anima, apoya y promueve una pastoral deportiva que va más allá de los despachos y las salas de reuniones. Seguro que aquellos que pensaban ingenuamente que no podría estar unido espiritualidad y deporte, encontrarán un nuevo mundo donde no sólo se ayudan, sino que también se complementan.